A Miriam le gustaba mucho salir a caminar por el monte siempre que pudiera disponer de
suficiente tiempo libre para disfrutar de ello sin prisas, en armonía, ella y el bosque
caducifolio que solía visitar en pleno otoño, por las sorprendentes coloraciones que tenía el
privilegio de disfrutar en soledad, sin perturbaciones humanas de ningún tipo, ella y él,
solos, sola. Caminaba pausadamente saboreando el recorrido cuando de repente de entre
unos matorrales surgió revoloteando un pájaro que la asustó. Inconscientemente hizo un
movimiento compulsivo con su mano derecha con la mala fortuna que el anillo de bodas de
su último pato con el que estuvo casada salió despedido de su dedo anular. Perpleja quedó
y se puso a buscar compulsivamente por la zona de los hechos el susodicho anillo de los
cojones. A los 35 minutos aproximadamente de iniciar la búsqueda visualizó algo que
brillaba de entre unos matorrales. Era como una especie de aguja en la cual había quedado
enganchada la alianza que había perdido hacía un rato. Se acercó y con mucho cuidado
separó el anillo de aquello, recuperándolo y quedando aliviada por el percance resuelto.
Pero allí había algo más. Presa por la curiosidad se dispuso a escarbar con cierta
precaución, a ver que narices era aquella especie de aguja donde encontró su anillo. Separó
unas cuantas ramas del matorral, y entonces descubrió el misterio que allí yacía. Halló un
pene diminuto, seguramente de un bebé sietemesino, unido por una cadena hecha de
imperdibles a un trozo de tórax, probablemente de un hombre de unos cinco meses de
edad, de complexión ruda, y con muy mal carácter. Aquello le marcó de por vida, y Miriam
nunca volvió a ser la misma. Recuperó su anillo, pero perdió algo más importante, la
cabeza.
La última vez que alguien la vió con vida estaba postrada bajo la sombra de un ejemplar del
bosque que tanto amaba. Fué un excursionista que salió aquella mañana a masturbarse en
su bicicleta. Le gustaba eyacular en la llantia de la rueda delantera. Miriam estaba
semidesnuda, lamiendo cortezas de fresno y depositando bolas de pasta de aguacate en la
parte interna de sus muslos, muy cerca de las ingles, con un utensilio heladero. Cuando
tenía cuatro bolas en cada lado de su entrepierna las aplastaba con unos mitones y se
meaba y corría a la vez.
A los años Miriam pasó a mejor vida reconvirtiendose en una cebolla morada que vive
felizmente en un huerto de Campillos, (Máĺaga).
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