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  • dualmind

"Sor Soriasis", sin "P"




Lorena Zuckerberg nació y se crió en Alsacia, entre estampas bucólicas y verdes prados.


Su infancia no fue fácil dada la envidia que provocaba entre sus semejantes a causa de la


belleza que poseía. Tenía unos preciosos ojos verdes, una lacia cabellera de color castaño


y un bonito y proporcionado cuerpo. De pequeñita pasó bastante desapercibida pero


cuando alcanzó la adolescencia empezaron sus problemas. Sus compañeras del colegio


eran unas víboras espumorosas que no podían soportar la presencia de ese ser tan


deslumbrante ya que casi todas ellas eran unos soretes con pequeñas tetas en


desarrollo, y por ello procuraban hacerle la vida imposible a cada paso que daba.


La envidia, ese mal endémico que perdura en el tiempo y el espacio.


Harta de todo y de todas y todos cuando alcanzó los 23 años decidió pegar un brusco


cambio a su vida.


Lorena todavía era virgen en esa edad. Los tíos le tenían miedo por esa preciosa y


penetrante mirada que lucía su rostro. Creían que era una especie de bruja, y aparte


ya se habían encargado de hacerle el curriculum las antiguas cucarachas de la escuela.


Despues de pensarlo mucho durante mucho tiempo decidió solicitar el ingreso en un


convento de clausura, y lo consiguió. Acabaron aceptándola.


Lorena entró en la institución una fría mañana de noviembre. Le asignaron unas labores


y poco a poco fue integrandose sin problema. Su talento y hermosura no le causó ningun


tipo de rechazo ni vejación por parte de sus nuevas compañeras. Todas, incluída ella,


consumían los días con rutinaria paz y armonía.


Cuando cumplió los 24 empezó a tener extraños sueños nocturnos que dejaban su lecho


empapado. Se percataba de ello cuando despertaba bien temprano para la oración.


Sin más problemas y sin comentar nada al respecto con nadie se encargaba de lavar sus


sábanas a diario y reemplazarlas por unas limpias.


Lorena nunca había experimentado con su cuerpo. Jamás tuvo ninguna relación sexual


con nadie. Ni tan siquiera sabía lo que era la masturbación, hasta que llegó el día.


Presa por la curiosidad, en uno de esos húmedos despertares decidió quedarse con los ojos


abiertos un buen rato, a ver si su cuerpo le daba alguna señal del porqué sus muslos


amanecían pegajosos y mojados. Comenzó a notar un cosquilleo en el estómago y una


ligera aceleración en el pecho que le ardía. Entonces empezó a tocarse el clítoris con


suavidad y percibió que aquello era un mundo por descubrir. Dió con la tecla y empezó


a sonar el piano.


Poco a poco Lorena fue incrementando sus métodos para procurarse placer.


A la masturbación clásica le siguió la introducción de pequeños objetos alargados en su


vagina, tales como zanahorias, lapiceros o jóvenes vástagos de calabacín. Disfrutaba cada


día más y más con su nuevo descubrimiento, y eso le llevó a la perdición.


A los meses, en un día cualquiera, Lorena escondió entre sus ropas una barra de mortadela


que había sustraído de la cocina del convento. Llegada la noche y en la intimidad de su


alcoba inició un proceso de masturbación que acabó con la pieza porcina bien al fondo


de su interior, hasta que alcanzó un estrenduoso orgasmo que hizo temblar los cristales


de la ventana que separaban su dormitorio del exterior.


Al día siguiente Lorena volvió a la cocina en busca de algo novedoso y se encontró con


una magnífica pieza de choped que aproximadamente medía unos 40 centímetros de


longitúd por 15 de ancho. La escondió de nuevo entre sus hábitos y salió velóz camino


de su escondrijo. Repitió la misma operación que con la mortadela con resultados


muy similares. Explosión de flujo y saliva con pequeños satélites decorando el techo.


Pasaban los días y aquello se convirtió en una nueva y trepidante rutina. Por el interior


de su cuerpo iban desfilando butifarras catalanas, maxi york, salchichas Bratwurst, cecina,


lomo ibérico y un largo etcétera, y eso lo iba a pagar caro, muy caro.


En la mañana del 12 de agosto del año en transcurso Lorena amaneció con un extraño


malestar que le hacía hervir la piel. Aparte de esto unos profundos y molestos picores se


extendían por toda su anatomía hasta hacerle perder la cabeza. Se levantó de la cama y se


dirigió al pequeño cuarto de baño que formaba parte de sus dominios, se puso frente al


espejo y descubrió el origen de todo aquello. Estaba repleta de ronchas por todo el cuerpo,


hasta su preciosa cara por completo. Todo un poema, de los malos.


Cuando se reunió con sus compañeras para la oración quedaron atónitas con lo que


estaban viendo. Muy preocupadas se preguntaban todas porqué Lorena había adquirido


ese aspecto.


Pasaban los días y aquello iba a peor. Lorena se iba hinchando hasta que su cuerpo se


convirtió en una tremenda bola de carnuca flácida y rosada, un amasijo gigante, una


tormenta de tocino lascivo, un sin sentido.


Apenas podía moverse la pobre. Al final dos de sus compañeras la ayudaban en todo.


Estas dos aún conservaban el respeto de los primeros días hacia Lorena pero el resto


pronto empezaría a especular y la desdichada señorita Zuckerberg no podía imaginar


cual iba a ser su fatal destino final.


A finales de mes, en una cálida mañana, y aprovechando que Lorena ya no podía moverse


ni un centímetro por si sola siete de las inquilinas entraron en su cuarto, se abalanzaron


sobre ella armadas con sendos cuchillos jamoneros y la despiezaron minuciosamente hasta


convertirla en 120 kilos de fiambre listos para consumo. En cuestión de unos meses se la


zamparon por completo, y ahí parecía que había acabado la trágica historia de nuestra


protagonista. Nada más lejos de la realidad.


Los retretes del convento empezaron a tener un tráfico ostensible. Las monjitas dejaban allí


unas cagadas de quitarte el sueño. Montañas de mierda humeante yacían sobre las tazas de


los inodoros como bombas de cacao, pero sin avellanas ni azúcar. Vietnam fue un placebo


comparado con esto, pero lo mejor estaba por venir.


En una de las incursiones Sor Cemento dejó un suntuoso pastél en el cagadero de turno, se


levantó para limpiarse el culo y observó que algo brillaba en el interior de aquella plasta.


Ni harta ni perezosa introdujo su mano en el choco y recogió lo que había despertado su


curiosidad. Eran lágrimas de oro y plata, las lágrimas que Lorena había dejado al mundo.


Sus compañeras, alertadas por la hermana Cemento, empezaron ha investigar sus mierdas


y comprobaron que tambien ocultaban preciosas lágrimas. Todos los días, despues de


cagar, se hacía la recolecta y se depositaba en una urna de alpaca.


Las muy hijas de puta no habían tenido bastante con zamparse a Lorena. De hecho, despues


de la catastrófica transformación que sufrió nuestra heroína todavía tuvieron el cinismo


de rebautizarla. Le llamaban Sor Soriasis, sin "p".


Pero los malos actos tienen su castigo y estas empleadas de Dios lo tuvieron.


Ninguna se podía esperar lo que iba a ocurrir con aquellas lágrimas de oro y plata que


reposaban en la oscuridad del interior de la bonita urna de alpaca.


Sor Cemento, que era la supervisora de que aquel tesoro permaneciera inviolable, se


dispuso como todos los días a depositar las lágrimas recogidas en la recolecta marrón


de la mañana. Entró en la tesorería donde yacía la urna y escuchó como unos gemidos,


unos débiles llantos de persona non grata y estúpida, un cierto tufo a censura digna


de los mejores años de la Stasi. Perpleja y asustada quedó. Llamó a sus compañeras


para que le ayudaran a descubrir que era eso que latía en el habitáculo. Comprobaron


que la urna de alpaca había estallado, que las lágrimas habían desaparecido junto con un


montón de cristales rotos y trozos de madera esparcidos por el suelo, que el legado de


Lorena se había esfumado, que el castigo divino por comerse y burlarse de Sor Soriasis


había llegado. Una de las monjitas observó que algo se movía detrás del escritorio de la


sala. Se acercó y contempló lo que allí se ocultaba. Era un bebe macho, un recién nacido,


con brillos de oro y plata en sus ojos y su pequeño cuerpecito recubierto de mierda.


Las hermanas lo acogieron y lo cuidaron durante años, lo criaron y lo vieron crecer


correteando por los jardines del convento rebozado en pus.


Decidieron bautizarlo con el nombre de Mark.


Al tiempo, como aquel engendro había surgido de las cenizas de Lorena Zuckerberg


optaron por añadirle su apellido en su recuerdo.


El pequeño Mark pasó a llamarse Mark Zuckerberg.


Hoy en día es uno de los más prestigiosos y reconocidos censores del planeta, y


asquerosamente rico.


Todo su éxito y fortuna se lo debe a Sor Soriais, sin "p".


Lorena Zuckerberg, la bella de Alsacia.














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